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EL TIO VIAGRA

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Salió dando un sonoro portazo, de esos que te desencajan los tímpanos. En la oficina nadie estaba sorprendido por el exabrupto de su jefe, un tipo aparentemente callado, pero explosivo. “Seguramente ha chupado  Demonio de los Andes ”, dijo alguien rompiendo el silencio sepulcral y generando la risotada general. Es que para todos era conocida su transformación cuando tomaba unas copas de más. El alcohol no sólo se le subía a la cabeza; se adueñaba de todo su ser, en especial de sus miembros inferiores, que adquirían vida propia y empezaba a volar como guerrero  ninja , emprendiéndola a puntapiés contra todo lo que se atravesara en su camino. Repartía patadas de diverso calibre a paredes, mesas, sillas y cuanto objeto estuviera al alcance de sus zapatos.  Mostraba especial predilección por los portones. Era casi una leyenda su estruendoso retorno a casa, pateando cuanto portón encontrase en su zigzagueante camino. El vecindario sabía que el estrépito de puertas golpeadas sin piedad, acom

LA GRAN FLAUTA

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Nadie supo cómo es que apareció Florentino en nuestras vidas, ejecutando aquellas extrañas melodías con su flauta. Era uno de los últimos hippies barbones que se resistía al jabón y al corte de cabello. Lo poco que supimos de él fue que era de la tierra de la milonga, aunque su música distaba bastante de las interpretaciones gardelianas y estaba mucho más lejos de los rockeros argentinos que reinaron en los ochenta. Vestía una gastada casaca de cuero marrón que no se la quitaba ni para dormir, así fuera verano, por lo que olía a chivo viejo. Casi ni hablaba, chupaba como vikingo y se quedaba a dormir en cualquier rincón. Eso sí, siempre cargaba pitillos que se los fumaba de un tirón antes de regalarnos sus creaciones. “Esta la compuse para ti”, le decía a alguien y se soltaba un solo de flauta que nuestro poco cultivado oído se negaba a apreciar, pues, apenas terminaba, en lugar de aplaudirle, empezáramos a cantar una retahíla de valses antiguachos hasta el amanecer. Ignorado, volvía a

CUERPO A TIERRA

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Lo recientemente ocurrido, con un misil que casi se lleva de encuentro a una comitiva oficial en extrañas maniobras nocturnas realizadas en las playas del Sur, me recordó un acontecimiento inolvidable de mi adolescencia, cuando al general Velasco se le ocurrió llevar a los cuarteles los chicos de quinto de secundaria. Al programete, del que todos salían “graduados” de sargento, le pusieron el gracioso nombre de “reemplazos críticos” y consistía en ir cada miércoles por la tarde a un cuartel, donde te vestían de cachaco harapiento, con botas viejas, uniforme remendado y cascos que te bailaban en la cabeza. Te enseñaban a disparar FAL (fusil automático ligero para los que no tienen idea servicio militar), te asignaban a un batallón -cuyo nombre tenías que aprendértelo de paporreta- y debías romper filas vivando al Perú y deseándole lo peor a los vecinos del sur. Demás está decir que hacíamos calistenia saltando como ranas y haciendo planchas con los puños cerrados sobre el asfalto, para

EL TIO ANTENOR

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El tío Antenor es uno de esos especímenes que candidatea cada vez que hay comicios. A como dé lugar él tiene que estar en alguna lista, postulando a regidor o a congresista, aunque sea en los últimos casilleros. Esta gracia le cuesta buena parte de su pequeña fortuna que piensa recuperar a la brevedad, aunque ninguna de sus mujeres pensó lo mismo al abandonarlo apenas se hacían las proyecciones de cada consulta popular. Pero él no está solo. Hay una inmensa y variopinta fauna de sujetos con las mismas pretensiones. El tío los conoce y tiene un trato familiar con cada uno de ellos. Faltando un año para un proceso empieza el ritual. Se llaman unos a otros, por celular, whatsapp y hasta señales de humo; recorren casi todas las agrupaciones políticas con la vehemencia de perro en celo . Van cargados de voluminosos currículos y mucho floro.  De manera meteórica llegan a los más altos cargos de los partidos. Se hacen “patas” de casi todos los candidatos menores y les ofrecen llevarles los

MI PRIMER PAVO

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Cada vez que llegan las fiestas navideñas recuerdo aquella de 1974. Tiempos remotos, de cuando mis amigos tenían el cabello largo, a diferencia de los calvos y canosos que ahora veo de vez en cuando. En aquellos tiempos los pavos no se vendían congelados y empaquetados, listos para preparar. No señor, te los traían de alguna chacra, vivitos y picoteando. En casa había que embriagarlos, sacrificarlos, desplumarlos y cocinarlos con rellenos por demás sofisticados. Estaba de lo más tranquilo aquella tarde aciaga cuando toda la familia decidió salir de compras dejándome solo con el pavo que daba vueltas por el patio. Pasaron las horas y yo tranquilo, igual que el ave de corral. Pero al cabo de un tiempo empecé a preocuparme. Nadie regresaba y mi eventual acompañante seguía allí, cuando ya no debía de estarlo. Hacía rato que debía estarse cocinado. Bueno, me dije, hay que sacrificar al animal. Lo primero era emborracharlo. Papá tenía una botella de vino para eso. Parece que el pavo presint